viernes, 18 de diciembre de 2015

La cruz de cada uno

Éranse dos ladrones que se arrepintieron. Juntos habían cometido robos e injusticias y ahora querían reparar el daño causado y hacer penitencia juntos. El monje impuso a los dos la misma penitencia. Cada uno de ellos tenía que atrave­sar el desierto cargado con una cruz, hasta llegar a la ciudad donde celebrarían su conversión.

Ambos empezaron con entusiasmo, llevando a hombros una cruz que pesaba veinticinco kilogramos. El primer día lucharon y sudaron. El segundo día y el ter­cero fueron una tortura para ellos: les quedaba poco agua, el calor del desierto era abrasador, y parecía que las cruces pesaban más. El desierto no tenía fin, y el hori­zonte se hacía borroso, pero ellos siguieron caminando con dificultad.

Al atardecer del tercer día, cuando estaban descansando, uno de ellos decidió acortar la cruz. Aún era su cruz, pero mucho más corta. El otro decidió adelga­zarla, y la cortó a la larga. Todavía era su cruz, pero mucho más delgada. Las cru­ces pesaban bastante menos, y los dos o tres días siguientes el camino resultó mucho más fácil. Pero casi no tenían agua. Finalmente llegaron donde había agua, pero era un canal bastante ancho, con varios kilómetros de longitud. Les habían advertido que el canal estaba lleno de peces carnívoros. Se fijaron en sus cruces y pensaron que podían usarlas como puentes. El primero puso su cruz sobre el canal pero era demasiado corta. Murió en el desierto. La cruz del segundo era lo bas­tante larga, pero, cuando empezó a caminar sobre ella, se partió, y él cayó al agua.

M.McKenna: La Cuaresma, día a día.