Un buen día le quiso llevar algo especial: una cesta repleta de sabrosos racimos de uvas.
El monje se alegró mucho y no encontraba palabras para dar gracias a la anciana. Y ya se disponía a saborear los jugosos frutos, cuando se acordó de su compañero que vivía a una hora de camino por el desierto.
- El sol y el viento del desierto le están resecando la garganta – pensaba- y necesitará refrescarse con estos racimos.
Y, sin más, emprendió el largo camino que le separaba de su compañero. Cuando llegó cansado a los pies de la columna, ató la cesta al cordel que el monje le había bajado desde lo alto, se despidió con un amplio abrazo dibujado en el aire.
Al tener entre sus manos la cesta, el santo varón dio un salto de alegría tan grande que casi se cae. Pero, de improviso, se quedó pensativo. Se acordó del monje que vivía en la otra columna a dos horas de camino.
- El sol y el viento del desierto están agobiando también a mi compañero – se dijo- y necesitará refrescarse con estos racimos de uvas.
Y sin pensarlo dos veces, bajó y se fue a toda prisa hasta la morada de su amigo y compañero.
Pero la historia no terminaba aquí. El mismo gesto de bondad y de generosidad se repitió... una... y otra vez... por el inmenso desierto.
Y la cesta, repleta de racimos de uvas, volvió a ser regalo refrescante para la anciana señora que vivía en el poblado, cerca del desierto.
(Historias de los Padres del Desierto)
Parábolas en son de paz. CCS. P. 159